Buenos augurios

1.- Calle Gurruchaga

Una familia se sienta en las mesas exteriores de una cafetería de Palermo Viejo. Es uno de esos días de primavera, ¿ves?, con sol, viento fresco y humedad moderada. Es una familia grande, con varias generaciones representadas. Hablan con lo que, a mis oídos inexpertos, suena a acento porteño. Contestan con una sonrisa amable a las dudas de la chica que los atiende; son muchos y el pedido puede complicarse, pero ella se esfuerza, ¿viste?, intenta preparar la mesa y traer la orden con precisión.

La chica viene con los manteles individuales y, mientras los dispone sobre la mesa, le hacen la pregunta de rigor: “¿Sos colombiana?”. La chica oculta la cara con un gesto de vergüenza y niega con la cabeza. “¡Ah, venezolana!”, salta un miembro de la familia y, ante el gesto de asentimiento de ella, todos los demás vitorean y aplauden. Aparentemente había una pequeña apuesta rodando por la mesa. La muchacha sonríe y sigue acomodando los utensilios.

Una mujer, la que tiene pinta de ser la hija mayor y la cabeza del clan, comenta que los venezolanos le hemos dado mucho ánimo al sur, algo así como que les hemos puesto una energía que no tenían naturalmente. Eso les encanta, según lo que dicen. “Nosotros somos de Uruguay, viste, y hay muchos venezolanos allá. Qué servicio tan divino”. Sonrío. Termino de guardar el pedido que tengo que llevar a cuestas y los miro de reojo. Quiero acercarme y darles las gracias por tan bonitas palabras, pero estoy sudado y huelo mal. Subo a la bici y sigo trabajando.

2.- Calle Darwin

La señora habla con el celador mientras yo recibo el pago de otra muchacha. Paga exacto y le agradezco, porque no tengo cambio y en esa calle no hay un solo kiosco abierto como para buscar billetes pequeños. Además, ¿viste que a los kiosqueros como que no les gusta darte cambio? Supongo que vengo con un gran sentido de desprendimiento por los billetes, cosas venezolanas que uno se trae, ¿ves?

La clienta se devuelve a su apartamento, tenía prisa, sabes. Muchas veces quienes piden comida por delivery tienen prisa. Algunos vienen corriendo, otros bajan en pijamas, incluso una vez a un chico se le quedaron las llaves arriba, de lo rápido que bajó. Ese no tenía cambio. Y no hablaba buen español. Pero al final subió, buscó las llaves y billetes más pequeños. Siempre se resuelve, de una forma u otra.

La clienta se devuelve a su apartamento y yo me quedo un rato abajo chequeando en el Google Maps cuál es la mejor vía para devolverme a mi zona de descanso. No me doy cuenta de que la otra señora, la que hablaba con el celador, se ha acercado. Va a su casa también, con un poco menos de prisa y un perrito que le sigue los pasos. Me pregunta “¿qué es lo que pasa con ustedes?” Con mucha prudencia levanto la mirada del teléfono. Ella repite la pregunta, pero yo sigo sin descifrar el tono que utiliza o la intención con la que me habla. Luego se acerca y, con un tono más cálido y cercano, me pregunta “si les pasa algo, ¿el seguro lo pagan ustedes?”. Le contesto que sí, por no decirle que ni siquiera tengo un seguro pago por mí mismo, porque no me alcanza el dinero para eso. Ella escucha mi respuesta y suelta “hijos de puta”. De inmediato bajo las defensas: es de mi equipo.

Otra vecina llega y le doy paso. Saluda a la primera señora, quien le dice “aquí, viendo cómo tratan a estos chicos como lo peor, es terrible”. Suelto un “sí” susurrado. A esa hora no tengo energías para explicar las razones por las que muchos inmigrantes (la mayoría venezolanos) terminamos trabajando bajo esas condiciones. La señora abre la puerta y me dice “pero tranquilo, que ya pronto vas a conseguir algo mejor”. No puedo evitar sonreír, una sonrisa genuina, no por cortesía. “Eso espero”, contesto yo, más comedido. “No, ya verás que así será. Ya vas a conseguir algo mejor”.

Subo a la bici pensando que esta señora tiene más fe en mí que yo mismo.

3.- Calle Humboldt

“¿Qué pasó?”, pregunta la señora. Bajó, le entregué su pedido y fue a pasear el perro. Un paseo corto más bien, porque cuando vuelve yo recién estoy por subirme a la bici para irme. Le explico que estaba viendo la ruta para devolverme, que todo está en orden. Es en ese momento cuando puedo identificar bien el acento: venezolano con una suave cortina de neutralidad, la misma que yo utilizo de vez en vez.

Me pregunta de dónde soy. “De Venezuela”, digo. Me doy cuenta de que me traicioné un poco y agrego: “de Caracas”. Es tonto, pero para mí es importante. Ella sonríe y me dice que también. Luego pasa a preguntarme cuándo llegué y qué tal me está yendo, si hago lo suficiente con este trabajo y si tengo algún otro. Son preguntas de madre, de madre preocupada. Y las agradezco, no tanto porque quiera pensar en todas esas cosas, sino porque agradezco y recibo con brazos abiertos el cariño que guardan, ¿viste? Por momentos hace falta ese pequeño abrazo convertido en palabras.

Me pregunta si me gusta la ciudad y le digo que me encanta. No miento, Buenos Aires hasta ahora ha sido una maravilla para mí. Me pregunta entonces mi edad y, cuando respondo, hace un gesto como de “ah, claro, claro”. “Como mi hija… lo que pasa es que ustedes no vivieron la Venezuela buena”, y no sé si es el lamento clásico de las personas de su generación o si también esconde algún tipo de reproche hacia la Argentina. O si, poniéndole mucho más trasfondo a esa simple respuesta, podía intuir en mi comentario mi falta de ganas de volver en el corto o mediano plazo y la añoranza que ella tiene de regresar a un país que no se encuentra en un plano físico sino en un almanaque o en unas fotos reveladas en un centro Kodak.

“Voy a rezar por ti”, me dice como despedida. Y no lo dice con el tono condenatorio de las señoras que rezan el rosario en la iglesia. Una vez más, fue un abrazo de madre. Aunque con el tiempo me he alejado de la práctica religiosa, siempre me ha parecido un gesto hermoso ese de ofrecer una oración por ti o de darte la bendición. A fin de cuentas, esa persona te está regalando algo en lo que cree profundamente, te está entregando una parte importante de sí. Lo recibo con mucho agradecimiento. Subo a la bici y sigo rodando. Tal vez en la próxima parada me espera otra postal para contar.

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